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93. «¡HERMANO MÍO…!»

Pasando por Dinán, se presentó a celebrar la Eucaristía en la Iglesia del convento de los Dominicos, donde era religioso su hermano José, encargado de la sacristía.

Montfort reconoció en seguida a su hermano; pero éste no logró reconocerlo a él.

– Hermano mío, ¿podría prestarme ornamentos para celebrar la Misa?, le preguntó amablemente.

El religioso que era sacerdote desde hacía tiempo, se sintió ofendido al oírse llamar «Hermano», y dio al huésped los ornamentos más pobres y dos cabos de cera.

Después de la Misa, Montfort agradeció de nuevo al sacristán:

– ¡Mil gracias, hermano mío!

El religioso, atribuyendo la expresión a falta de cortesía, preguntó al Hermano Maturín, que le había ayudado a misa, cómo se llamaba aquel sacerdote. Tras mucha insistencia, logró saber finalmente que se llamaba Luis María de Montfort.

– ¡Entonces, es mi hermano! –exclamó, y se mostró entristecido por no haberlo reconocido.

Al día siguiente, cuando Montfort regresó para celebrar de nuevo la Eucaristía, su hermano lo abrazó cordialmente y le reconvino por no haberse dado a conocer.

– Pero, ¿de qué te quejas?, le replicó el siervo de Dios, te llamé «Hermano mío». ¿No lo eres acaso? ¿Podía dirigirte una expresión más cariñosa?

El sacristán para reparar lo hecho el día anterior, le hizo celebrar la misa con los mejores ornamentos y contó a todos la virtud del santo misionero.

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